martes, 21 de octubre de 2008

Aniversario

Once años. Son los que cumples. Son los que cumplo. Sólo el tiempo transcurrido desde entonces sabe la verdad. Una puerta se abre y se cierra al unísono. Tenías la opción de quedarte fuera, podías elegir y elegí entrar. Una vez dentro las dos caminamos en sentidos opuestos, unidos en la espiral de la derrota. Proclamas victoria y grito auxilio. Aún retumban mis aullidos ahogados y silenciosos en la oscuridad y tú sueñas con la vida que te espera. Que te esperaba. Me volví despiadada conmigo y vulnerable contigo. Lo merecías, lo merecía. Tu tiempo se detuvo y mis meses siguieron pasando, transcurriendo entre cuatro paredes sin ventana a mi vida y con panorámica a tu destino. El que me habías dibujado. Un buen día, tras despertarte de tu prolongado bostezo, destrocé sádicamente tu dibujo. Los pedacitos de mi vida, de la vida que tú me habías elegido y a la que yo me había sometido, cayeron desperdigados al suelo. Nos miramos aturdidas, sorprendidas por la furia de mi reacción y comprendiste. Fue entonces cuando me dejaste frente a la ventana. Tú sabías que estaba junto a la pared y yo fingía que no la veía. La abriste para mí y saltaste sin tu paracaídas. Me lo quedé yo. Un regalo por las molestias ocasionadas. Once años después sigo conservándolo, aunque no he tenido que volver a abrirlo. 

lunes, 20 de octubre de 2008

Alunizaje forzoso

Llegué sin avisar
Nadie me esperaba
Era de esperar

Me dijeron que volviera más tarde
La paciencia nunca me fue devuelta
Se me olvidó en el rellano

Siempre quise recordar dónde
Un camino de vuelta donde nadie espera
No merece la pena

Ni el recuerdo pretendidamente olvidado
Ni el rellano vacío
Ni la paciencia resuelta

Por fin un aviso escuchado
Alguien espera
Sé dónde y no pretendo olvidarlo.

Pisadas

Sea como sea sigues haciéndolo. Te he dicho mil veces que no lo pises, pero insistes en seguir su rastro y regodearte en su viscosidad. Es tan fácil como mirar al suelo, fijarte por dónde caminas, pero no hay manera. Dicen que da suerte, pero nunca creí en las supersticiones absurdas e infundadas por absurdos supersticiosos, así que lo tuyo no es cosa de la fortuna sino de la metafísica. La metafísica de lo absurdo, que diría uno, y de los tubos, que diría otra. Pero la tuya, literalmente, es la metafísica de la mierda. Olor que rastreas, cabeza que pierdes, mierda que pisas. Son las tres premisas. Cosa de brujería o simple regla de tres. En tu caso regla de dos: tú y el recuerdo del can. Ante tanto infortunio, sólo me queda un consejo que tiene poco de meta y mucho de físico: cambia tu rumbo...o deja de caminar.

domingo, 19 de octubre de 2008

Intermitente retorno

He vuelto. El rastro de las lágrimas secas aún perdura en tu rostro. Confío en que no sea imborrable. Por eso estoy aquí, por eso he desandado un camino ya demasiado largo, por eso te tomo de la mano sin temblar. Te he observado durante tanto tiempo en la distancia que temía que, cuando de nuevo te tuviese enfrente, desaparecieras como un espejismo. Temía que la fragilidad que delataban tus tropiezos te hiciera romperte en mil pedazos al recibir un gesto de ternura. Pero estás justo ahí, sentada, esperando, en el mismo sitio en el que te dejé. ¿Esperándome? Aparto el pelo de tu rostro, acaricio tus mejillas y me afano en intentar recuperar el tiempo perdido. Son demasiadas cicatrices ocultas por el velo del pasado. Sé que yo soy una de ellas. Mi reflejo en tu maltrecha piel confirma mis temores. Pero he vuelto. No quiero hacerte daño. Ni si quiera ser una de tus lágrimas secas. Prefiero tener la oportunidad de provocar un nuevo llanto. Llanto de sufrimiento, porque sólo el verdadero amante sufre. Pero también de éxtasis, porque un orgasmo sin llanto es fingido o poco pretendido. Aunque sea intermitente. He vuelto.

jueves, 5 de junio de 2008

Una espina sin motivo

En esta vida siempre hay un MOTIVO para casi todo. Todos, siempre, mejor o peor, tenemos un motivo para hacer lo que hacemos, como también lo tenemos para dejar de hacer lo que no hacemos. Detrás de cada paso que damos y detrás de cada paso que desandamos hay un motivo, una razón, un por qué. Lo queramos o no, somos animales racionales y es en esa racionalidad en la que reside lo absurdo del razonamiento: "Lo hice sin pensar". Pero no todos son motivos positivos. La vida no es un camino de rosas y, si lo es, se caracteriza más por las afiladas espinas de esas preciosas flores que por su tacto, su olor o su intenso color. Es en los tramos llenos de espinas en los que nos enfrentamos a los motivos más peligrosos. Esa morbosa peligrosidad nos lleva a escarpados precipicios de los que es difícil escapar. Una fugaz mirada a lo intenso del abismo y miles de motivos se acumulan en tu cabeza, pasando a tomar el mando de la parte de nuestro cerebro que decide. Sigues siendo racional, pero la racionalidad ha dejado de estar presidida por la razón. Su lugar lo han ocupado la desesperación, la melancolía, la frustración, la tristeza, la añoranza, la trivialidad, la relatividad, el dolor, el egoísmo, el abandono, la ira, el odio, el olvido...y todos ellos se convierten, en un mero instante, en enormes motivos para desandar el camino. Y te paras. Dejas de caminar. Es ahí donde te enfrentas, cara a cara y sin vuelta atrás, con la decisión más importante: seguir parada, sin moverse pero al menos presente (en tu infinita ausencia), o dar marcha atrás. Sólo tú eres dueña de tus pasos...y eso es lo peor de todo. Porque eres una dueña que ya no quiere volver a aquello que un día representó su hogar. Ese hogar, por un sólo motivo, ha dejado de tener sentido para ella. El motivo tiene la forma del sentimiento más desgarrador que se pueda llegar a experimentar: la pérdida. Dominada por estos pensamientos, aún en ese frugal instante, tomas la decisión. Ha comenzado la cuenta atrás hacia la media vuelta. Empiezas entonces a caminar en sentido opuesto. Pero las espinas siguen en el camino. No esperabas que nadie las quitara por ti, pero tampoco esperabas volverlas a encontrar. Sólo tenías la ingenua esperanza de que, una vez tomada la decisión de desandar tus pasos (que no es más que una rendición, una vil, cobarde y egoísta rendición), se hubieran convertido en arena. Pero no, siguen ahí, y parecen multiplicarse como si de un siniestro jardín botánico se tratase. Si antes, en el camino hacia adelante, procurabas apartarlas cada vez que salían a tu encuentro, ahora son arrojadas hacia ti con una inusitada fuerza y una puntería demoledora. Tus heridas son cada vez más numerosas y la sangre que de ellas emana no puede verse, porque tu cuerpo, cada vez más sediento, la absorve con la esperanza de encontrar en ella los nutrientes eliminados. Está hambriento y no sabe que esa sangre es como la morfina para el moribundo. Calma, adormece, incluso atonta, pero no consigue sanar. La enfermedad es ya irreversible. Y tú eres consciente de ello. Hay días en los que, en ese camino, decides pararte. Intentar destrozar las espinas y alcanzar algo de calma. Pareces lograrlo. Pero es sólo un espejismo. Eres tú la que coges la espina de la rosa más bella y te la clavas hasta el fondo en lo más profundo de tu pecho. Poco a poco vas notando cómo atraviesa tu interior y llega al corazón. Tu corazón, un corazón maltrecho y deteriorado que en ese momento recibe el golpe más certero. Los latidos, antes débiles pero aún acompasados, van perdiendo ritmo hasta que cesan en su empeño por encontrar un MOTIVO para seguir haciéndolo. La rosa, de repente marchita, cae al suelo con violencia. Pero la espina sigue clavada. Para siempre.

martes, 20 de mayo de 2008

Miss Misery

Cuando la conocí tenía la mirada perdida. Triste, quizás. No era una mirada normal. No sabría definirla a ciencia cierta, pero sus ojos se clavaban en cada objeto, en cada detalle como si nunca antes lo hubieran hecho. Puede que nunca hubiera mirado las cosas como ahora. Como entonces. El presente y el pasado se cruzan en mis recuerdos y entretejen una historia difícil de recordar. No su cara. Cada recoveco de su rostro permanece clavado en mi memoria. Sus pómulos gruesos y marcados al mismo tiempo. Su boca menudita aunque poco llamativa. Su nariz testaruda. Tanto como su genio. Aunque estaba más justificado. Al menos eso decía cada vez que le criticaba por un comportamiento a destiempo o por un grito mal dado. Al final fueron muchos los que llegaron sin tiempo. Sin tiempo para justificarlos, a destiempo para cambiarlos y contra el tiempo que iba deslizándose lento pero certero por su maltrecha salud. El negro era su color. El que la vida le había deparado y el que ella había elegido para colorear su perenne vestimenta. Un mandil algo desteñido era la única prenda que se atrevía a intercalar entre sus vestidos cortados sin orden ni contención. Para qué contenerse cuando hay tanto por lo que clamar al cielo. Su cielo había terminado defraudándola, abandonándola en la más absoluta soledad. La soledad de la locura propia. Sus momentos de lucidez eran más dolorosos que los de consciencia. Yo tenía clara mi elección: prefería que siguiese instalada en el mundo que había ido construyéndose en sus últimos años. Sus manos gruesas y plagadas de arrugas mostraban el desánimo de no querer seguir adelante. La lentitud con la que movía los dedos y la calma con la que acariciaba mi mano me hacía levantar, una vez más, la mirada hasta cruzarme con sus ojos, sus inapelables ojos. Creo que nunca llegaron a reprocharme nada. Aunque puede que tuvieran motivo. Su vida no fue elegida, pero sí vivida. Incluso cuando menos fuerza tenía para rebatirla, para aferrarse al desconsuelo y llorar, llorar, llorar, llorar, llorar…siguió viviendo. Porque tenía por quién hacerlo. Entonces ya la conocía lo suficiente para saber que se había fijado en mí. Que comenzó a mirarme muchos años atrás y lo seguiría haciendo por mucho que el velo de la locura nublara sus ojos. Yo la ayudaría. Pero no contaba con un último contratiempo. A destiempo. Sin tiempo. Miss Misery dejó de jugar a las cartas.

Histeria

No es colectiva. No está justificada. Nunca lo estuvo y nunca lo estará. En ella nada es gratuito y mucho menos colectivo. Su histeria aparece y deja una estela difícil de borrar. Es un recuerdo nítido e intenso que quema al tocarlo tanto como al experimentarla. La rabia la sacude y me sacude. Es imposible controlarla. Ni siquiera vale la pena intentarlo. Fracasarías y no te lo perdonaría. Ella no quiere ningún tipo de ayuda. Prefiere seguir instalada en la cómoda estancia de la irreverencia. Una postura tan infantil como cobarde, pues si hubo un momento en el que cierto tipo de comportamientos irracionales estaban justificados, ahora han dejado de estarlo. Ya no tiene motivo ni razón. ¿O siempre lo encontrará? Basta con que eche un vistazo a su alrededor y, sin esforzarse demasiado, encontrará cualquier sensación, cualquier motivo, una estúpida palabra o el más mínimo titubeo para poder justificar sus accesos de locura. Son la puerta hacia su abismo. El sitio en el que más placer experimenta. Porque sólo en el sufrimiento encuentra algún tipo de consuelo. Todo vuelve una y otra vez a la culpa. La maldita y omnipresente culpa. Se castiga por algo y a estas alturas desconoce por completo el motivo. O eso intenta hacernos creer. La causa siempre ha sido la misma. Siempre. Ha sido. La misma. Nunca. Será. Diferente. La agresividad se vuelve contra ella, tal y como debe ser. Son sus propios mandamientos. Reglas del juego impuestas por una única jugadora. Es un juego de perdedores. De perdedora. Por eso empezó a jugar. Cuando se cerró en banda y su mente empezó a estrecharse tanto como su cuerpo tenía muy claro dónde quería llegar. A los mismos accesos de ira que ahora se repiten con una frecuencia preocupante. Así es como quería que fuese. Y así está siendo. Según lo planificado la siguiente etapa debe ser aún más agresiva. Más cruel. Espantosa, si cabe. Dolorosa hasta que los gritos rompan el límite de lo establecido. ¿Qué es lo establecido? Lo que se supone normal. Pero en esta etapa la normalidad ha dejado de tener sentido. Un sin sentido consentido. Puede que ahora el miedo sea su peor enemigo. Si hubiera sido capaz de llegar hasta el final en el momento previsto, nada de esto sería ahora necesario. No habría dolor ajeno. Todo el daño infligido sería para ella. Un único jugador. Pasado el brote psicótico nada vuelve a ser igual. Es como si a cada nuevo paso en el enorme sin sentido consentido fuera alejándose un poco más del umbral del raciocinio. Cada gota nueva de ira la traslada a un nuevo estadio de amargura que alimenta su ego de sufrimiento. Dos animales hambrientos que en su interior devoran con feroz ansia cualquier resquicio de felicidad. ¿Feliz? Nunca quiso serlo, la verdad. Es una utopía absurda, ¿para qué perseguirla? Una excusa más en su intento por justificar su torpe aproximación hacia el abismo. Torpe en cuanto a lentitud. Su intensidad está medida milímetro a milímetro. Uno más y habrá llegado al precipicio. No te puedes asomar. Si lo haces me caigo.

lunes, 12 de mayo de 2008

Cama vacía

La oscuridad cubre una habitación pequeña, con dos camas y una mesilla que las separa. El amplio ventanal que se extiende al final del cuarto mantiene la suciedad de unas cuantas semanas. Una televisión cuelga de la pared pero no emite señal alguna. En las camas se extienden dos cuerpos, el de una chica joven y el de un niño que no alcanza a cumplir los siete años. El pequeño permanece dormido y se agita entre sueños, tapado hasta los ojos con una manta de rayas y colores. No es la vestimenta oficial del hospital, puesto que la joven, aunque desarropada y despierta, esconde entre sus piernas la descolorida manta marcada con el nombre del centro sanitario. La luz va entrando por las rendijas de la persiana mientras la puerta de la habitación se abre con sigilo. Una enfermera lleva una bandeja que coloca en la mesilla. La joven la mira con desprecio y agarra fuerte el termómetro que la enfermera le ha dado, como si fuera a estrujar el mercurio. Contrae el gesto por la frialdad del aparato y aprieta el brazo tanto que al cabo del rato el color morado empieza a aparecer en su blanquecina piel. La enfermera la reprende y se dirige al pequeño, que sigue dormido y acurrucado entre las sábanas. A él no le da el termómetro, pero lo deja sobre su lado de la mesilla. Se da la vuelta y coge el termómetro de la joven. Sin hacer ningún comentario vuelve a salir y cierra de un portazo. La joven sigue despierta y con los ojos muy abiertos. El pijama se desliza entre su esquelético cuerpo. Ha perdido tantos kilos que es imposible determinar su edad. Dieciséis a lo sumo. Su rostro aún no envejecido, aunque ojeroso, la delata. Sus ojeras son malvas y pronunciadas y apenas se perciben sus mofletes. El color blanquecino de su cuerpo se ha trasladado a su cara, donde sólo destacan unos prominentes pómulos. Sus labios están resecos y ella intenta corregirlo dando un sorbo de agua al vaso que está sobre la mesilla. Vuelve a dejarlo en el mismo sitio, junto a un libro, unas gafas y un flexo. La joven hace un amago de levantarse. Las fuerzas la flaquean y el primer intento resulta fallido. Ladea las sábanas, se coloca las zapatillas y sentada al borde de la cama se pone de pie. El blanco de su cara se torna en amarillo y se tambalea, pero no llega a caerse. Recupera el equilibrio y se dirige a la puerta que hay justo debajo de la televisión apagada. Intenta abrirla, pero no lo consigue, está cerrada con llave. Su gesto se contraría y emite una maldición inaudible. Da unos pasos a su derecha y se coloca frente al ventanal. Eleva su delgado brazo derecho y hace ademán de subir la persiana. No lo consigue y las lágrimas empiezan a brotar de sus grandes ojos azules. Recurre a un pañuelo de papel que guarda en el bolsillo izquierdo de su pijama y se suena la nariz sin hacer demasiado ruido. Desplaza su mirada hacia el niño y comprueba que su sueño sigue imperturbable. Cada vez hay más luz en el cuarto, aunque la persiana sigue bajada. La joven guarda el pañuelo y con un gesto se seca el resto de lágrimas. Se dirige hacia la mesilla y abre el primer cajón. Está de espaladas y coge algo que rápidamente mete en su bolsillo derecho. Coloca primero las sábanas y después la manta descolorida. Se descalza y se desliza con cuidado en la cama deshecha. Se recosta sobre la almohada y saca ambos brazos. En la mano derecha porta un objeto punzante, un cúter para trabajos manuales. Sus ojos se clavan en su muñeca izquierda y, acto seguido, raja las prominentes venas. Mientras la sangre empieza a brotar por los cuatro cortes limpios, la joven se cambia el instrumento de mano y realiza un corte incisivo en su muñeca izquierda. La manta descolorida empieza a llenarse de sangre y la joven cierra los ojos. El reloj de pared colgado junto a la televisión marca las nueve menos cinco. El niño se despereza, abre los ojos y se gira hacia su compañera.

La misma persona

La miro y no se fija en mí. Hace mucho tiempo que dejamos de vernos. Diez años que han pasado deprisa por mi vida, como un tren de alta velocidad. Su rostro destila luminosidad. Su cuerpo es hermoso como nunca en los últimos tiempos. Ha recuperado la sonrisa y la flacidez la ha abandonado. Tantas veces preocupada por siluetear su figura y ahora disfruta de ella, de sus curvas marcadas, de sus caderas rebosantes, de ella misma. Nunca ha dejado de serlo. Me cuenta que en estos años no ha dejado de pensar en mí ni un solo momento. De una u otra forma ha estado pendiente de todos y cada uno de los pasos que he venido dando en mi agitada vida. La pregunto si está orgullosa mientras la tomo de la mano con toda la intensidad que puedo. Tengo miedo de hacerla daño. La recuerdo instalada en una fragilidad permanente que me hace soltarla. Ella vuelve a cogerme la mano con más fuerza y me recuerda que todo eso ya pasó. Sólo fue una pesadilla de la que ahora sí podemos despertarnos. Ha vuelto para quedarse y ha decidido abandonar el mundo de los sueños, en el que tantas veces nos hemos encontrado. Esas noches de agitada vigilia me despertaba deseando que llegara este momento. Un momento en el que, ahora ya sí, puedo respirar sin miedo a romper la fragilidad de mi existencia, de su existencia. Lleva un largo vestido negro de verano. Lo recuerdo, es el que solía ponerse cuando llegaba la época de calor. Este año aún no se ha instalado esa bruma sofocante que nos abatía en el corral. Pero ella ha venido envuelta en él, con una torera que evidencia su falta de costumbre a la hora de seguir la moda. Está preciosa y ella lo sabe. Las huellas de la enfermedad se han borrado de su rostro y no para de comentar sobre mi vida. No me interroga porque lo sabe todo. Debe saberlo. Me gusta que lo sepa. ¿Quién preparó el encuentro? Ella sonríe y deja paso al misterio, que se instala en la conversación acompañado de una fina lluvia. Empezamos a mojarnos. Su cabello se eriza, recordando que un día dejó de sucumbir a los empujes de la peluquería para instalarse en la libertad de la rebeldía, del renacimiento. La imagen de su cabeza atenazada por una incipiente calvicie amenaza con instalarse en mi mente, pero desaparece con su abrazo. El roce de su piel me provoca tal estremecimiento que empiezo a temblar y las lágrimas comienzan a brotar. Me aprieta con más fuerza y dejo de temblar, pero el llanto sigue persistente. No es un llanto desgarrador y desesperado, como aquél al que un día me acostumbré peligrosamente; es un llanto de felicidad, de reencuentro y al mismo tiempo de desahogo. Me seca las lágrimas con la mano y me mira del modo que ella sólo sabía hacerlo, sin reproches pero con la intensidad necesaria para hacerme recapacitar y enseñarme a valorar el momento. Sólo este momento, el que tenemos, el que nos han regalado. ¿Quién? Vuelvo a plantear la absurda cuestión. Pronuncia mi nombre completo. Llevaba diez años sin escucharlo. Sólo ella me llamaba así. Pero ahora no está motivado por un enfado. Ahora sus palabras tienen la intención de devolverme a mi personalidad, de la que me desprendí el día que la perdí. Ahora ella ha vuelto, la he recuperado y con ella ha llegado mi vida, mi verdadera vida. Ésa que un día ella me ayudó a empezar a construir fruto de su profunda devoción por mí. Ahora me toca a mí seguir construyéndola, con su ayuda. Sin su recuerdo, con su presencia. La línea divisoria entre mi vida y la suya ha desaparecido. Ahora sólo somos una.

martes, 6 de mayo de 2008

Polvo eres

Lápices, una camiseta raída, un libro sin pastas, restos de goma de borrar, un kleenex usado, maquillaje sin estrenar, una cámara de fotos de usar y tirar, una vieja cinta de cassette, un juego de dominó sólo blanco, un abrecartas, folios amarillentos, un magnetófono, fotos, fotos, fotos, fotos, fotos, fotos, fotos...Imágenes que se repiten una tras otra. No hay polaroid. No la había. Tampoco protagonistas. Anónimos. Tú, yo, ellos. Ninguno. Seguro que ninguno. Todo rodeado de polvo. El mismo y consistente polvo. No hay que esforzarse por limpiarlo. Mejor tirarlo. La basura: un buen destino. Reconozco a alguien. Me reconoce. Sale de la caja y se sienta junto a mi. Caricias turbadas por lo inesperado del momento. No acierto. Será la basura. La aparto y respondo. La cinta de cassette empieza a sonar y las fichas de dominó salen a buscar a sus negras compañeras. Tomo su mano y el abrecartas me corresponde plegando uno de los amarillentos folios. No hay aspereza en el tacto. Ni si quiera el tiempo transcurrido consigue detenerme. Su lengua llega a mi destino y el kleenex usado vuela hasta mi mano sin miedo a perder el control. La camiseta raída se desnuda y empieza el recital. Acompasados movimientos captados por la cámara que nunca fue polaroid. La goma borra los escarceos de otros. Los nuestros pasan a la posteridad. El libro sin pastas recibe cordial la historia que le cuentan los lápices. Tiene que llevar colores y el maquillaje participa de la fiesta de fuegos artificiales que salpican una nueva instantánea. Todo queda registrado en el magnetófono, hasta el último grito. Y todo cubierto de polvo, con polvo, en el polvo.

Azul

Es intenso, frío y sensible. Se resquebraja con cada movimiento y pierde consistencia a cada paso. Es mejor ir despacio, digerirlo con calma una vez llega y no dejarse llevar por la inconsciencia si la desesperación hace mella en el proceso. Todo lleva su tiempo. También para él. Hay días que se le ve más tranquilo, distraído quizás o acaso indiferente. Pero sigue ahí, intenso, frío y sensible. Puede que su color sea el azul. Parece que sus matices recuerdan al zian. Y sin embargo para mi es neutro. Neutro por su capacidad para aparecer en cualquier circunstancia. O puede que simplemente esté siempre ahí, en guardia y atento a cualquier descuido. No creo que sean descuidos, más bien son decisiones. Me siento cómoda con él. A gusto entre sus idas y venidas, con sus prontos e inesperados gritos. Hay veces que chilla demasiado y me obliga a gritar para aplacar su voz. Elevo la mía por encima de su tono agudo y entonces es cuando la gente empieza a mirar. Me observan extrañados, preguntándose de dónde habré salido, de qué manicomio me habrán dejado escapar. Del de la montaña mágica, grito yo con más histeria si cabe. Y él sigue sensible, frío e intenso. Cuando me ve gritar desesperada suele calmarse y dejarme algo de espacio para respirar. No se da cuenta de que por su culpa, por culpa de sus estruendosos alaridos, la gente me rodea. Una multitud me persigue por las calles hasta que me detengo frente a un escaparate. Veo mi reflejo entre la gente y le veo a él. En el escaparate, riéndose a carcajada limpia, ahora consistente y sin miedo a romperse en pedazos. Ha ido ganándome terreno, ocupando mi lugar y ya no teme que lo digiera. Tampoco podría, me ahogo con cada nueva respiración. La gente empieza a zarandearme hasta que caigo al suelo sin camisa de fuerza. No contento con mofarse de mi esmirriada figura se mezcla entre la masa opresiva y empieza a charlar con una mujer gorda y muy blancucha. Le habla de mis antecedentes como un médico diagnostica a un paciente y le comenta que lleva mucho tiempo a mi lado. Al oír esa insensatez le empujo de una patada contra el cristal. Pero no se resquebraja ni pierde consistencia. Los cristales se vuelven hacia mi como un boomerang y se me clavan cada uno en el sitio adecuado (y acordado). Es el dolor. Intenso, frío y sensible. Azul.

lunes, 5 de mayo de 2008

Una canción

Sonaba en la radio. Justo cuando la puso, en el dial de siempre. ¿Cómo funcionan los recuerdos? Los suyos se activaban automáticamente con dos cosas: un olor y una canción. De ahí podía deducir que los sentidos que tenía más desarrollados eran el olfato y el odio. Pero lo cierto es que nunca había funcionado según lo esperado. Y una vez más se confirmaba. Era tan malo reconociendo un olor como descifrando qué instrumento se escondía detrás de un puñado de letras. Incluso siendo niño Esmeralda había intentado llevarle a clases de solfeo, pero se quedaba alelado mirando por la ventana, buscando el final de la inmensidad del horizonte. El mismo horizonte que ahora se le presentaba cristalino e infinito fruto de los acordes de una canción. "I know that you'll go soon, you'll find out so take me with you always". Llévame contigo, siempre. Una vez más había vuelto a mezclar los olores. Se había dejado mecer acompasado por la naftalina de la tristeza y el agrio pesar de la culpa. Y no sabía a qué olía todo aquello. Creía recordar (siempre los malditos y caprichosos recuerdos) que ya se había comportado así antes, que ya había mezclado esos olores, pero sólo escuchando el suave ritmo de la melodía podía dibujar el lugar y el momento con una precisión cartesiana. Con el olor era más complicado, pues el poder de evocación sólo se presentaba cuando la persona en cuestión estaba cerca. Y en ese caso era bastante difícil. "I didn't know you, you didn't know what to make of me. It was peaceful that night, a kind of friendship all too serious". Demasiado serio. Siempre se ponía demasiado sería recordando aquel momento que, sin duda, fue demasiado serio. ¿Serio para una noche? ¿Serio para dos desconocidos? ¿Serio para una relación? No se puede denominar exactamente relación a algo que no dejó de ser un momento demasiado serio para la vida de dos personas con tanto en común y tan poca vida compartida. Ella olía dulce. Desprendía un olor afrutado que se te pegaba a la piel con sólo rozar sus cabellos. Lo acaba de recordar. El olor, su olor. Y ella no estaba allí. Se marchó aquella noche ¿para siempre?. Desde luego. Pero la tuvo entre sus brazos. El oxidado mecanismo de los recuerdos había echado a andar aquella tarde y ya no había vuelta atrás. La canción parecía haberse detenido y seguía sonando una y otra vez. Su imaginación, animada por los pensamientos antes aletargados, se puso el traje de faena y podía perfectamente ver al locutor pidiendo al técnico que le diera al botón del pause. Un pause algo extraño y especialmente creado para ese momento tan serio como imaginado. Una y otra vez, sólo para él. Hasta había salido del estudio para dejarle disfrutar en la mejor soledad. De pie, junto a la ventana. Mirando al horizonte finito de una lejana noche. También sus pies empezaron a mecerse atolondrados por la excitación del momento. No sabe bailar, pero se deja llevar sin miedo a dar un inoportuno pisotón. "¡Ay! Ten más cuidado. Creí que ya habías aprendido a dar algún que otro paso coordinado". Y el locutor cerró la puerta del estudio. Para siempre.

martes, 29 de abril de 2008

Besos

Fugaces, robados, intensos, cortos, prolongados, sabrosos, insípidos, frugales, mojados, insuficientes, anhelados, obligados, rememorados, falsos, pretendidos, pretenciosos, sustanciosos, insulsos, tímidos, vulnerables, culpables, miedosos, dulces, salados, amargos, necesarios, prescindibles, ansiosos. Maravillosos. El último, el primero, el siguiente. ¿De qué? De despedida, de reencuentro, porque sí, ¿por qué no? Nunca en soledad. Preludio del instante eterno del amor con ternura. Sin ternura, con arrojo y desenfreno. Agresivos y ahorcados. No se merecen. Momentos de lujuria frustrados por la razón. ¡Oh, siempre ella! Polos opuestos que se atraen para destruirse. Destrucción que antecede a la cortesía de la despedida. Despedida previa al reencuentro. Y un beso. Sin reencuentro. Con cambio. Otro beso. Y otro momento. Con las manos. En silencio. Ciegos. Ebrios. Sobrios de lamento. Desprendidos del largo trance de la ansiedad. Ya llega. Se disfruta. ¿Siempre? Sólo si quieres. Es un beso.

Enfermedad

Un día dejó de ser eternamente bella. Eternamente. La luz que había iluminado cada uno de sus pasos hasta entonces se extinguió por completo. No fue poco a poco, sino de repente. Si al menos hubiera tenido tiempo de hacerse a la idea, de cambiar la imagen que ella creía proyectaba sobre los demás. Y si lo creía era porque así sucedía. Los iluminaba. Dejaba una estela de inmensa luminosidad cada vez que aparecía en una habitación. Cada vez que llegaba a un bar para tomarse las cañas de rigor. Cada vez que participaba en una conversación para sembrar la siempre necesaria polémica. Todo eso un día se terminó. Y no tuvo tiempo de confesarlo. No pudo confesar su inmensa satisfacción por haber sido partícipe de todos los bellos momentos que había tenido la suerte de vivir. Tampoco pudo lamentarse por las muchas ocasiones perdidas. Ni siquiera pudo experimentar el sufrimiento de la soledad temprana de la madurez o la aterradora incertidumbre de la independencia. Se le acabó el tiempo. Su cuerpo se fue contrayendo y, a medida que eso iba sucediendo, su mente se revolvía contra ella.
- No puedes quejarte. Tú te lo has buscado. Eres la única responsable.
- No me lo he buscado. Es completamente fortuito. Un diagnóstico más en cualquier despacho de hospital.
Estas conversaciones se sucedían cada vez con más frecuencia en su interior. La eterna lucha entre el Dr. Jekyll y Mr. Hyde. A pesar de las ayudas, de los calmantes y las visitas cada vez más frecuentes al hospital, Mr. Hyde operaba a sus anchas y ella iba dándose cuenta de lo inútil de una batalla perdida de antemano.
- ¿Qué te sucede? Sabes que sin ánimo estás perdida. Tienes que intentar sonreir. Si no lo haces por ti al menos hazlo por ella. Observa cómo te mira, siente auténtica devoción por ti.
Pero no podía sonreir. Sus labios habían quedado reducidos a una ingrata mueca de dolor y sólo el alivio de las drogas la conducía a una estancia más placentera. En ella siempre estaba sola. Quería estarlo. Y también quería que su lenta agonía no se prolongara mucho más en el tiempo.
- He pensado algo y tienes que ayudarme.
Esta vez había elegido la compañía de la devoción para la estancia de drogadicción.
- Dime, qué quieres que haga. Puedo traerte de casa el libro que tanto te gusta y leerlo juntas. O, mejor aún, en cuanto salga de aquí me paso a comprar una radio y desde mañana traeremos la música de vuelta a nuestras vidas. Linda Draper nos ayudará.
Se revolvió en el asiento buscando calculadamente las palabras más duras con las que aplacar el ansia de superviviencia.
- No digas tonterías. A mí nunca me gustó Linda Draper, es una más de tantas vocecitas insulsas con cara guapa que pululan por ahí. Además, ¿no ves que no puedo leer?. Me paso todo el día tumbada o sentada. A eso he quedado reducida, soy un trozo de carne que poco a poco se va desintegrando. Y no quiero ver cómo sucede. No podría soportarlo. Quiero que termine y quiero que me ayudes.
Su devota acompañante era incapaz de creer lo que estaba oyendo. Sabía que esas palabras nunca habrían salido de la boca del Dr. Jekyll y que finalmente había sido Mr. Hyde el que había ganado la batalla. Se había dejado derrotar y veía la tristeza del perdedor prematuro en sus apagados ojos. La miró y la tomó de la mano.
Años después vuelve a ser hoy. Mañana, es posible que pasado y probablemente la semana que viene. Todo vuelve a ser. Sobre todo ahora, cuando el recuerdo de lo vivido se torna insoportable para su maltrecho recorrido. Tuvo que seguir adelante, cargar con la (dis)culpa e inventarse una vida nueva. Una vida, al fin y al cabo, pero nunca más la suya con el plural compartido por mucho más que dos. Una se quedó en el caminó y la otra se perdió en los recovecos de su particular laberinto.
- ¿Algún día dejé de ser bella?
- Para mi siempre lo fuiste. Eternamente.

lunes, 28 de abril de 2008

Inconsciente

Lujuria. Pereza. Desenfreno. Absorta en mis sentimientos. Perdido en sus predecibles actos. Hastío. Vómito. Resaca. Una vez más. Ya no es divertido. Todo se repite, anclado en la misma falta de ilusión. ¿Acaso la hubo? Se miran y se reconocen, aunque lleven puestas las máscaras que aquella noche les prestaron. ¿Quién me dio la mía? No la quería. Nunca me gustó el carnaval. Y sigo bebiendo. Ebria de locura, buscando con desesperación un momento de irracional consuelo. De él ya nada obtengo. Pero se abrazan. Los veo y me siento ¿celosa? ¿Cómo se puede estar celosa de una piedra? Está parada, quieta, inmóvil, fijada siempre en la misma e insulsa posición. Sin esperar nada a cambio, sin dar nada a cambio de nada. Justo su petición. Es el collage ideal.
- ¿Qué espera de él señora piedra?
- Nada. Quien no siente no espera. Aunque es muy bueno en la cama.
Miente. Miente como una cobarde e insípida piedra. No es bueno. Al menos no en la cama. Al menos no conmigo. Frustración. Eso es lo que sentía. Y eso mismo siento al no poder estar ahora junto a él, en su cama, dura como una piedra. Pero yo no soy una piedra. Pude intentar engañarme en algún momento. Fingir la apariencia dura y rugosa del granito. Hasta que me resquebrajé por dentro. Y entonces, justo cuando me estaba convirtiendo en diminutos añicos de mí misma llegaste tú. Viniste para recogerlos. Los organizaste por orden alfabético y conseguiste devolverme a mi forma ¿original? A de asustada, B de bipolar, C de curiosa, D de depresiva, E de eufórica, F de franca, G de grandilocuente, H de huraña. I de ilusa...Como tú al creer que las piezas del puzzle permanecerían para siempre en su lugar. ¿Qué pasa con los pedazos que se han ido perdiendo por el camino? ¿Dónde están las letras que nunca pudiste colocar? Siguen aquí, justo delante. Y sin embargo no las encuentras. Hay una razón: he sido yo quien las ha guardado. Y sólo de mi depende recomponerlas, reajustarlas, reinventarlas. Quiero que A signifique Valiente, B Insensata, C Feliz...y así hasta llegar a la Z de Yo. Lo sé, soy una inconsciente. Con I de Enganchada.

Llanto

No me gusta que llores. Me prometiste que no lo harías. Soy yo la que disfruta dejando correr sus lágrimas sin miedo a inundar a los demás. Un día empecé, como una costumbre más de las que dan sentido a mi inconsistente existencia y desde entonces nunca dejé de hacerlo. Cada día, en cada momento, aunque sea un llanto suave, tenue, apagado o incluso invisible. Pero aún así estoy llorando. Ríos y ríos de inexistente impaciencia. No sé lo que espero ni lo que esperan de mí. Lo único que creo acertar a saber a estas alturas es que quiero seguir llorando. Sin pudor, sin motivo, con desesperación, por aburrimiento, por rutina, como vía de escape, sin aliento, con frustración, por capricho...Creo que la mayoría de las veces es por capricho. Me he instalado en la comodidad de recurrir al llanto cada vez que quiero escurrirme y desaparecer y ahora es la forma más fácil de justificar todos y cada uno de mis irracionales comportamientos. Pero tú...¿no eres así? La primera vez que te vi verter una lágrima creí que el cielo se derrumbaría ante mis pies. No podía permitirlo. Y menos aún sabiendo la causa de tu tranquilo pero desgarrado llanto. Era yo. ¿Por qué yo? No me lo merecía y sigo sin hacerlo. Soy una insaciable silueta de alguien a quien en su momento creíste conocer y reconocer, pero que te defraudó en tantas ocasiones que se terminó convirtiendo en el cómic incoloro que ahora soy. ¿Por qué seguir apostando por mí? Sabes que hace mucho tiempo, años, siglos quizá, dejé de tener fe en mí misma y fue en ese preciso instante en el que dejé de merecer la confianza de todos los que me rodeaban. Tu confianza. La suya. Que al fin y al cabo son la misma. Sabes que cada vez que respiraba lo hacía pensando en ella, sintiendo por ella, luchando por ella y hasta viviendo por ella. ¿Qué pasa ahora que ella ha desaparecido por completo de mi vida? ¿Qué soy ahora? Tú me dirás, como me dijiste aquella vez, en aquel banco y con aquella aparentemente inconsistente verborrea: eres su reflejo. El problema es que el espejo se ha roto y he sido yo la que lo ha hecho añicos. Los mismos en los que convierto todos los sentimientos que tanto miedo me da experimentar. De ahí las lágrimas. Son el enjuago bucal de mi resaca emocional. Ella lo sabía y por eso se fue con calma. Como tú harás. Debéis huir ahora que aún hay tiempo. Ahora que tus lágrimas aún pueden reprimirse o simplemente evitarse. Ojalá hubiera podido evitarlo. Evitarte tanto sufrimiento. Nunca quise que mi dolor fuera el tuyo. No lo quiero y aún así sigo cometiendo los mismos errores que entonces. Entonces, ahora, mañana, es de noche, te veo, me miras, ya no sonríes y yo me quiero esconder. Lo haré detrás de ella. Siempre ha sido ella. Lo sabes, ¿verdad? Ahora me dirijo a ti sin miedo a que pueda descubrirme porque sé que se ha ido para siempre. No me gusta, ni siquiera me parece justo. Pero sé que no tenía otra alternativa. Me estaba asfixiando, ahogando cada paso que daba, frustrando cada nuevo intento de salir adelante. ¿O era yo? No sé si estoy capacitada para convertir tus lágrimas en estruendosa carcajada. No sé si quiero dejar de llorar. Aunque si tuviera que dejar de hacerlo...querría que tu fueras testigo. Pero no llores. No llores.

domingo, 27 de abril de 2008

Por dentro

No era la persona adecuada. No lo era en ese momento y no lo sería nunca. Demasiadas diferencias, cientos de complicaciones, tiempo perdido entre medias. Y soledad, siempre el halo asfixiante de la soledad. También aquella mañana, cuando se metió en el coche sin prisa pero con rumbo fijo. Esa era toda su obsesión. No sabría cuándo llegaría, ni siquiera si llegaría en algún momento. Pero al menos tenía un destino al final de su siempre incierto horizonte. La luz de los primeros rayos del día le cegaba por encima del retrovisor. No recordaba cómo había llegado a tener ese coche. Nunca le gustó conducir. Pero ahora sus manos asían el volante con fuerza, como si de él dependiera el rumbo de sus próximos meses.
- ¿Sabes ya qué vas a hacer el próximo verano?
Aquella pregunta atronaba con fuerza en su interior mientras se disponía a girar el volante, y con él su rumbo.
- Aún tengo tiempo. No tengo que dar una respuesta definitiva hasta el próximo miércoles, así que prefiero pensarlo con calma.
Calma. Tan densa como frustrante. La misma que le había perseguido en los últimos años. Hasta que se cruzó en su vida. Aquella noche, con una canción y un verso.
- "Si te quiero es porque sos mi amor, mi cómplice, y todo. Y en la calle codo a codo somos mucho más que dos".
Benedetti. Guardó ese libro como si de un tesoro se tratase. Un tesoro que ahora llevaba en el asiento del copiloto, como sustitutivo decepcionante de la persona perdida.
- Ya he tomado una decisión. Me marcho.
- ¿Seguro? Te conozco y al final, como siempre, terminarás cambiando de opinión. Tienes la cabeza llena de pájaros.
Pero hoy era jueves. El jueves después del miércoles y no había ni rastro de la bandada de pájaros. Debieron huir con el vendaval de la tormenta. A las aves nunca les gustó la lluvia, prefieren el cielo limpio y despejado de una mañana de junio.
- Lo tengo claro. No hay vuelta atrás. Además me están esperando.
- ¿Esperando? ¿Quién te espera? Nunca han esperado por ti. Tu vida es una enorme sala de espera.
Y no le dejó seguir hablando. Sus reproches habían dejado de tener efecto y la prueba era ese momento. El coche, el libro, el sol. Nada de pájaros.
- ¿Conoces a Benedetti?
- He leído algo, pero no me gusta demasiado la poesía. No sé interpretarla.
- Si me tomas la mano seré tu braile poético.
Qué inmensa paradoja. Enseñó a un ciego de la poesía cómo ensamblar besos y el ciego fue incapaz de ver a través de sus ojos. De escuchar sus palabras y predecir sus deseos. Maldita ceguera.
- Voy a irme unos días para desconectar. La ciudad me vuelve loca y necesito respirar, alejarme de ella para reencontrarme después, en el mismo lugar. ¿Me esperarás?
- Déjame que vaya contigo. Podemos alquilar una casita en la costa y desestresarnos de todo y de todos.
- Prefiero hacerlo sola, lo necesito.
Y lo hizo. Hace tres días. También de mañana. Pero con cientos de pájaros que habían emigrado en busca de un horizonte más sembrado de locura. Ojalá las lágrimas ejercieran de bálsamo contra el dolor del recuerdo...Un recuerdo que se vuelve intenso y nítido cuando baja del coche y empieza a recorrer el camino hasta la casita de madera. La mochila cargada de culpa pesa menos que el libro al que se aferra con las garras de la valentía. Llega al umbral. Sólo cuatro pasos y cruzará la puerta. Pero prefiere sentarse. Y esperar leyendo. Esperar.

Has vuelto

No quería que lo hicieras. Me resistía ferozmente a verte de nuevo alojada en mi vida, arrastrándome con tus mentiras al umbral del abismo. Del mismo abismo. Una y otra vez. Logré zafarme, echar la vista atrás y caminar con paso firme a contracorriente. Contra tu corriente. Escapé de la tormenta de dolor y destrucción, pero no ha sido suficiente. ¿Por qué has vuelto? ¿Qué quieres de mi?
- Nada, simplemente acompañarte.
- No quiero que lo hagas. Ya no es necesario. Nunca lo fue, sólo que me escondí tras la cortina de la cobardía y ahí te encontré. Fue mera casualidad.
- No seas ingenua, la casualidad no existe. Tú fuiste la que quisiste encontrarme. Deseabas que nuestras vidas se cruzaran para poner fin a a la tuya. Yo sólo actué como tu esperabas que hiciera.
- Nunca he esperado nada de ti. Nada salvo que desaparecieras de mi vida y me dejaras volver a respirar.
- Y lo hice. Justo en el momento en que me lo pediste. Pero has vuelto a llamarme, a pedirme ayuda y aquí me tienes una vez más, sentada frente a ti.
- ¿Ayuda? ¿Te refieres a la desesperación del dolor permanente, a la desazón del instante perdido, a la cobardía del momento desaprovechado, al intenso odio hacia una misma, a los irrefrenables deseos de poner punto final a la agonía? Me hiciste la persona más infeliz del mundo, así que dudo que a eso se le pueda llamar ayuda.
No se da cuenta. Es imposible que se percate de la verdad porque ella misma intenta ocultársela. Ya no basta con que yo vuelva para que se enfrente a la realidad. Su vida está tan distorsionada que no es capaz de distinguir entre su imaginación y la realidad. No tengo otra alternativa. Así debe ser.
- No eres capaz de responderme. ¿Me has oído? ¿Has escuchado todo el mal que me hiciste? ¿No te das cuenta de que no te quiero en mi vida?
- Me quieres porque me necesitas. Y me necesitas porque tu vida sin mi no tiene ningún sentido. Busquémoselo juntas. El final está cerca. Sólo tienes que dejarte llevar. Si me dejas me convertiré en tu sombra y calmaremos para siempre el dolor. Tu dolor, tu inmenso e interminable dolor.
- ¿De veras? Estoy agotada. No tengo fuerzas ni para ponerme los calcetines y eso es lo peor que me podía pasar. ¿Puedes creer que el otro día llevaba uno de cada color? Entonces me dije: un punto de inflexión. Si ni siquiera eres capaz de elegir correctamente el color de tus calcetines cómo vas a hacer lo correcto con tu vida. Luego vino lo del metro y empecé a atar cabos. Y ahora estás aquí.
- ¿Qué pasó en el metro?
- Una tontería sin importancia a ojos de cualquiera. Bajé las escaleras hacia el andén e iba tan ensimismada pensando en el incidente de los calcetines que continué caminando. Y caminando. Y caminando. Y caminando...Hasta que justo cuando me iba a precipitar a las vías alguien me tomó del brazo bruscamente y me gritó algo que no recuerdo. ¿Sería sobre el color de mis calcetines?
- Lo dudo. Nunca sueles llevar los pantalones pesqueros. Querría preguntarte la hora.
- Las ocho y cuarto.
- Ha llegado el momento. Cierra los ojos y duerme. El dolor desaparecerá y tus calcetines serán siempre del mismo color.

jueves, 24 de abril de 2008

No me apetece

Un helado de chocolate blanco: no me apetece. Y cuando llego a ese punto pienso que ha llegado mi hora. No es posible alcanzar tal grado de ingratitud. ¡Con lo que tú disfrutabas del dulce sabor del chocolate deslizándose entre tus labios! ¿A qué se debe esa sinrazón? Ha llegado para pedirte perdón. Es hora de olvidar y volver a empezar para saber disfrutar. De una tarde, en una terraza con el sol reflejado en tu mirada. Pero no pides la copa de helado. Prefieres un granizado, tan gélido como nuestra relación. En eso nos hemos convertido. En un tímido y diminuto granizado que sueña con tener su minuto de gloria y arrebatar su púlpito a la copa de tres bolas que todos miran con deseo incontrolado. A nosotros ya nadie nos mira. El deseo ha dado paso a la inmaculada reverencia. Esa que me haces cada vez que salgo del portal, cada vez que me invitas a cenar. ¿Recuerdas la primera vez? Para todo hay una primera vez, me dijiste, y pensé que esas palabras eran los versos más delicados que nunca nadie antes me había regalado. Tantos regalos acumulados tras años de incomunicación en el armario de la monotonía. Llegaron a ser tantos que me impidieron ver el fondo, darme cuenta de que la superficie iba resquebrajándose con cada nuevo envoltorio. Y aún ahora me dices que fuimos eternos. Que antes de rendirnos nos dimos una oportunidad. Pero eso fue antes, mucho antes. Nuestra eternidad es ahora el bonito recuerdo de un intento fallido. Fallido por ti, por mi, por los dos, por nosotros...por nuestra indiferencia. Créeme cuando te digo que nos daba igual. Ya todo daba igual. Me cogías la mano y me provocabas rencor. Intentabas hacerme gozar y me hacías llorar. Lágrimas sofocadas por el intenso miedo de la incertidumbre. Todo parecía ir bien a ojos de los demás. No podía seguir ignorándome. Quería gritar que te odiaba, que ya no te aguantaba más, que había dejado de sentirte, que mi cuerpo no se estremecía con tus caricias...Pero me quedé callada, en silencio, expectante, desafiante. Hasta que el desafío se convirtió en venganza y llegó la hora. Eran las nueve y diez. Domingo, 16 de abril. Hoy es viernes.

miércoles, 23 de abril de 2008

Todo lo que me rodea

Me muevo, te mueves. Todo se agita a mi alrededor y soy incapaz de percibir más allá de aquello que me interesa. Me cruzo con la gente, por la calle, en cada mirada, en cada movimiento, con cada intención. Todos buscamos algo. Yo busco algo y apenas creo saber qué es se desvanece. Pero me temo que ya lo he encontrado, aquello que dará por fin sentido a mi vida. Es muy simple, basta con mirar un poco. Percibo indiferencia, risas, sarcasmo, cinismo, inmadurez, rebeldía, coraje, tesón, envidia, atracción. Pura atracción. Lo que nos atrae nos repele al mismo tiempo porque la atracción se basa en el misterio. Pero el misterio es la puerta de entrada a lo prohibido...y lo prohibido es inalcanzable. Ahora ya no. Puedo tocarlo con la punta de mis dedos. Tocarlo y disfrutarlo con una intensidad nueva, redimida, descubierta. Femenino, masculino, revocable, irrevocable...lnalcanzable por nuestro propio egoísmo. ¿Quién quiere ser uno mismo? Nadie se atreve a levantar la mano por miedo a la indiferencia, al rechazo, a la mentira, a la falsedad. Todos nos escondemos bajo el amparo de la máscara que siendo niños nos obligaron a llevar y quizá ahora sea demasiado tarde para rechazar. Me revelo. Nunca es demasiado tarde. No ahora, al menos para mi. Me miras, te miro, sé lo que piensas, sabes lo que quiero decirte. Te extraño, pero no me lo puedo permitir porque hacerlo supondría volver sobre el pecado que tanto se afanaron en advertirme, que siempre me obligaron a rechazar. Reconocido el pecado, amparado en el misterio del revulsivo, ¿a quién le importa ya? La condena es manifiesta y firme. El condenado la acata con deleznable fervor. Y es ese mismo fervor por el pecado ya nunca redimido el que nos hace ser libres. Agarrarse a la libertad un día perdida y luchar por ella. Yo estoy dispuesto. Me niego a volver a atrás. ¿Por qué desempeñar el rol que me adjudicaron? No es ese el papel con el que me siento cómodo, no es esa la vida que quiero vivir. Así soy incapaz de alcanzar la felicidad. Sí, la misma que tantas veces me obligué a rechazar y ahora se presenta ante mi con una claridad manifiesta, con una evidencia irrenunciable. ¿Seré capaz de volver a negarme a la evidencia? Por supuesto. Ahí reside mi insatisfacción, mi infinita ansia por tener lo inalcanzable. Actitud tan deleznable como cobarde. Y qué es la cobardía más que la infinita estancia en el andén del conformismo. El camino más directo hacia la insatisfacción eterna.

martes, 22 de abril de 2008

Momento

-¿Quién eres?
-No te conozco. ¿Cómo quieres que conteste a esa pregunta?
- Me conoces, claro que me conoces.
- Entonces, ¿por qué quieres saber quién soy? Si nos conocemos deberías saber a qué me dedico, cuáles son mis aficiones, cuándo es mi cumpleaños, cuál es mi color favorito, qué canción me hace suspirar...
- Lo he olvidado. Todo eso, algún día lo supe, pero ahora soy incapaz de recordarlo. Ahora lo recuerdo claramente, me lo diagnosticaron hace poco. Se llama amnesia selectiva y actúa como un filtro de aquello que no queremos recordar.
- ¿Filtro? ¿Qué filtro? ¿Dónde te han diagnosticado algo tan absurdo? La amnesia no es selectiva y mucho menos electiva. No tiene capacidad de decisión, no puede determinar qué permanece en tu memoria y qué no. Tú eres la única responsable.
- Estaba en una habitación blanca, pequeña, casi vacía y entonces entró un doctor. Llevaba en su mano mi historia y parecía preocupado.
- ¿A qué te refieres? ¿A tu estancia en el hospital? De eso hace un millón de años y ni siquiera tenías una habitación para ti sola. Te recuerdo que hasta que te dieron el alta pasaron por delante de ti, o de lo poco que quedaba de ti, 12 compañeros. Todos te fueron dejando atrás.
- Me miraba fijamente y parecía absorto en sus pensamientos pero, al mismo tiempo, pendiente de los míos. creo que sabía que estaba pasando por mi mente, qué era lo que iba a preguntarle a continuación. ¿Me voy a morir doctor? Debería habérselo preguntado, eso me habría ahorrado muchas equivocaciones.
- Estás completamente loca. Primero quieres que te diga quién soy cuando lo sabes perfectamente y ahora me vienes con el cuento de no sé qué amnesia selectiva y un doctor en una habitación. Creía que sería capaz de darnos otra oportunidad, pero definitivamente está todo perdido, todo muerto.
- Justo eso fue lo que pasó a continuación. Tras mirarme fijamente mis ojos se detuvieron en su rostro impenetrable y se cerraron de pronto, como empujados por una fuerza sobrenatural. Intenté abrirlos pero me resultó imposible. Estaban sellados para siempre y aún así sabía que él permanecía junto a mí, a mí lado y sin ser capaz de tomarme la mano. Supongo que sabría todas las etapas que se irían sucediendo las unas a las otras con parsimoniosa indiferencia y lo dejó estar, estando. Mi respiración se tornaba cada vez más débil y casi no conseguía aspirar para continuar tragando la densa saliva.
- Por favor, para, no me vuelvas a hacer esto. Ya pasé por ello una vez y me juré que nunca más volvería a tolerarte esta enorme sarta de mentiras. Dejaste de tener credibilidad para mí aquel día, dejé de confiar en ti...si es que algún día te he creído capaz de inspirar confianza. Ahora lo veo claro. Eres una egoísta. Todo este tiempo sólo importabas tú y tu pretendida locura.
- Entonces me tomó la mano, justo un segundo antes de perder el cuarto de mis sentidos. El tacto ya no significaba nada para mi y, sin embargo, recordaba sus dedos con una intensidad feroz. La misma con la que me di cuenta de que el silencio más absoluto se había apoderado de la estancia. Era incapaz de sentir en el sentido más literal de la palabra. Privada de los cinco sentidos que aportan equilibrio a nuestro insulso organismo me precipité sobre el suelo.
- Me marcho. ¿Me estás oyendo? Como no pares ahora mismo tu estúpido discurso te dejaré aquí y esta vez será para siempre.
- No sé si fue un golpe fuerte. No me dolió. Tampoco sé si sangré o me hice alguna herida. Es lo bueno de tener incapacidad para sentir: te privas del sufrimiento. Pero a medida que se iban sucediendo los segundos en la habitación blanca, pequeña y casi vacía, también iba perdiendo el juicio. Mi mente se paró y dejé de respirar. Sabía que era el final, mi final, mi elección, sin sentido(s), sin (pre)juicio. Una fría lona negra cubriendo mi cabeza es lo último que elegí recordar.
- Te recuerdo, creo que nos conocimos hace tiempo.
- Tocas el bajo en un grupo, adoras las películas de Moodysson, te apasiona el negro, faltan 12 días para tu cumpleaños y tu canción favorita es "Underhearth".

lunes, 21 de abril de 2008

Un deseo

Voy a formular un deseo: ser capaz de recordar. Es lo único a lo que aspiro, a recobrar la capacidad de soñar despierta alimentada con los ingredientes de los momentos vividos. Pero la ansiedad es mucha y la capacidad poca cuando se trata de recuperar, de volver, de echar la vista atrás y escuchar el eco del pasado. Pasado es todo aquello que elegimos recordar y si yo no recuerdo ya nada, ¿quiere eso decir que no tengo pasado? ¿Significa entonces que mi vida es un eterno reflejo, desdibujado y efímero del presente? Sé que hubo algo más. Soy consciente de que el sufrimiento no fue lo único que alimentó mi olvido. Es cierto que tuve una vida, otra vida, ¿mejor? Paralizada por el sentimiento de culpa ante el abismo de los sueños que no dejan de serlo, las imágenes se tornan confusas en mi mente y sólo distingo siluetas. No me gusta dormir. No quiero dormir porque implica soñar y los sueños son el nítido reflejo de todo lo que no soy. Pero si he llegado hasta aquí, justo hasta el borde del precipicio de la existencia renunciada a vivir es porque tuve una vida. Y quiero ser capaz de recordarla. Quiero dibujar con una fina pluma su silueta. Ser capaz de trazar todos los márgenes de su delicado cuerpo, las arrugas de sus expresiones, los pliegues de sus comisuras, colorear los matices de su cara, desenredar los tirabuzones de su pelo. Pero todos eso no son más que deseos. Y, como tal, en ellos juega un papel fundamental mi imaginación. La misma que tantas malas pasadas me juega, esa que me presentó hace años a mi peor enemigo: yo. Un yo que, sin trabas ni reparos, ha ido socavando día a día la tumba de mi propio destino. Hace tiempo que eligió incluso el color de mi lápida y hasta quiso atreverse con el epitafio. Pero eso no se lo permití. Bastaría más, yo siempre tengo la última palabra: Todos tenemos un pasado.

Reencuentro

Hacía años que no se veían. Sus vidas habían cambiado tanto como sus cuentas bancarias, pero seguían siendo las mismas personas. O al menos eso querían creer cuando se citaron en el parque tras un encuentro en Internet. Ella pensó que no se reconocerían y trató de buscar el atuendo más acorde con aquello que solía vestir. Un pantalón vaquero raído que encontró en su escaso fondo de armario, una camiseta descolorida y unas zapatillas que tomó prestadas de su compañera de piso (lástima que calzara un número menos, estaba claro que el reencuentro terminaría costándole sangre, sudor y lágrimas). A lo largo de la mañana fue siendo consciente, poco a poco, de la trascendencia del momento. Al tomar la taza de café en el desayuno y verse incapaz de articular un pensamiento que no la llevara al momento en cuestión, o cuando le caía el agua caliente sobre la cabeza al ducharse rápidamente antes de ir a trabajar. Incluso mientras escuchaba la radio en su parsimoniosa ceremonia de iniciación previa a su salida de casa. No podía evitarlo, todo le recordaba la cita que ineludiblemente tendría por la tarde. ¿O no? ¿Quién la obligaba? Hacía años que no se veían y justo cuando creía que por fin había desaparecido el vínculo que creyó irrompible volvía a aparecer en su vida. Maldita magia virtual. Pero en este caso la magia tenía poco de casualidad y aún menos de virtualidad. Una página web ofreciendo la posibilidad de encontrar amistades perdidas levantó su curiosidad y el recuerdo exacto de su nombre, estatura, color de pelo y número de calzado hicieron el resto. Puede que se estuviera arriesgando demasiado. No era la primera vez que escuchaba la típica leyenda urbana de un loco que anda suelto por Internet. Pero la proximidad del 12 marzo y su escasez de vida social en el último semestre la obligaron casi a lanzarse sobre su objetivo. Se dio cuenta de la paranoia que le estaba provocando el tema cuando, mientras esperaba el autobús, vio escaparse el 34 delante de sus narices. Una vez más el recuerdo del momento vivido años atrás hizo acto de aparición. Aquella vez no estaba sola y la causa no fue tener la cabeza en otra parte, sino los labios en el lugar (in)adecuado. El mero recuerdo la hizo estremecerse de arriba a abajo, pues eran esos los mismos labios con los que se reencontraría en apenas unas horas. Horas que se fueron sucediendo eternas. Una hora antes de salir de trabajar, justo dos antes de acercarse al parque, la entró el pánico escénico. el mismo que se apoderó de ella el 12 de marzo de hace cinco años. El mismo que provocó la primera grieta en el aparente irrompible vínculo. El miedo la superó e hizo que renunciara a lo que más deseaba en aquel momento. Deseo frente a razón. Eterna dualidad en su vida, incluso cinco años después de la supuesta exorcización que la liberó de su dependencia. ¿Dependencia? ¿Quién era dependiente? ¿Qué era la dependencia? Un mero concepto más en el saco de teorías que se habían acumulado sin sentido en su maleta de mujer madura y preparada a lo largo de los últimos años. ¿Y la otra parte? ¿Qué habría sido de la mitad del vínculo? ¿En qué se habría convertido? La curiosidad y el deseo se mezclaban a partes iguales en su cabeza mientras leía las últimas páginas del periódico en el bar de la oficina. Debía ir, eso estaba claro, ¿pero a qué precio? De momento a un euro y veinte céntimos, que es lo que la costó el café con leche. Pagó, se levantó y salió a la calle tal y como hizo cinco años atrás. Pero ahora tomó una dirección diferente. Y lo hizo con valentía porque, ahora sí, quería ser dependiente. Media hora después unos labios sellaron la aparente fragilidad del vínculo del eterno regreso.

domingo, 20 de abril de 2008

Hambre

Hambre de ti. Voracidad controlada. Insaciable por naturaleza. Así llegué aquel día, tal y como hoy. Siempre igual que mañana. La sala era enorme y la gente se movía con agilidad. Sabían cuál era su función. Todos cumplían a la perfección el rol que les tocaba desempeñar en el juego. Todos menos yo. Me senté cerca de una chica de pelo corto y pendientes llamativos. pensé que algún día sería como ella. En realidad ya lo era. por eso estaba allí. Todos éramos iguales. Y lo seguimos siendo. Egoístas, simples, inmaduros, incapaces, previsibles, caprichosos, ególatras...Y por eso estábamos allí. El diagnóstico era una simple excusa para retenernos allí. Al menos eso era lo que pensábamos. De lo que tratábamos de convencernos en cada charla furtiva. Pero las paredes estaban acolchadas. Acolchadas para impedir nuestro sufrimiento. En realidad no sé qué se proponían impedir. Toda capacidad había sido anulada mucho antes de atravesar las puertas de aquel sitio. Era una elección personal, incluso de la chica de los pendientes llamativos que tanto se parecía a mi. Aunque yo llevaba el pelo largo, pero al menos compartíamos todo lo demás. Los horarios, los pasillos, las básculas, los puzzles, los cuadernos, las llaves y los rayos de sol. Cada gota de las que entraban por las ventanas amputadas era disputada como si de un manjar se tratase. ¿Manjar? ¿Qué manjar? Ojalá hubiéramos discutido por un solo manjar. Pero nuestras discusiones eran mucho menos triviales. Se enfocaban hacia temas mucho más trascendentales y, además, contaban con una característica digna de mención: eran monodiscusiones. Si es que esa palabra existe. Y si no también lo eran porque su naturaleza así las definía. Nosotros decidíamos el tema, la duración, el lugar y el destinatario. Bien es cierto que los cuatro elementos eran siempre los mismos: hambre, siempre, cualquiera, yo. Conocidas las piezas del puzzle compartido llegaba el momento de asumir identidades. La mía era bien conocida y a veces intentaba intercambiarla, por qué no, con la chica de los pendientes llamativos. Al fin y al cabo llevaba el pelo corto.

Silencio

La larga oscuridad de la noche empieza a apoderarse de mi vigilia. No hay nada mejor que perder la capacidad de dormir para disfrutar del lento pesar de las noches. esta vez el cansancio quiere vencer a la razón, ocupar su lugar en mi cabeza y tomar por una vez el mando de mis decisiones. Pero no hay tregua en el mar de la ingratitud que puebla mi mente. Cada día una nueva borrasca amenaza con sembrar la destrucción a su paso. Ya no me reconozco, no sé ni siquiera quién fui en ese momento dado en que dejé para siempre de ser alguien. mis actos no responden a ningún orden ni concierto y eso desordena mi esquema mental. Puede que sea yo el culpable. Mi único asesino, el peor de los enemigos. O puede que no haya culpa que redimir. Que el destino quiera seguir ejerciendo sus clamorosos designios guiándome hacia un final anunciado de antemano, tan doloroso como efímero. Porque todo es efímero. Todo a mi alrededor se envuelve en un aura de frugalidad temporal, como si yo fuera el único capaz de medir la intensidad de los momentos. De mis momentos. Distintos en todo a los instantes que componen las 24 horas de un lunes, de un martes, de un miércoles...de una vida. ¿Qué es mi vida? ¿Qué quiero que sea? ¿Quiero que sea? Ser, vivir, querer...Todo dicen que se soluciona con la temblorosa redención del amor. Y digo temblorosa porque todo en mi tiembla y se estremece cada vez que algún sentimiento relacionado con esa inmensa locura a la que llaman amor amenaza con aparecer. Creí que había perdido la capacidad de sentir. Es más, creí que había perdido toda capacidad de amar y ser amado. Hasta que llegaste y me revolviste los cimientos de pasividad en que había instalado mi confortable existencia. Te miro y tengo miedo. Me asusta ser feliz. Me aterra la posibilidad de alejarme algún día del eterno sufrimiento. No me lo merezco. Soy culpable. Culpable de un crimen que hace mucho tiempo cometí y de cuyo juicio fui el único testigo. Mi condena es firme y sin posibilidad de redención. ¿Sabrás perdonarme? Yo no he logrado conseguirlo en vida...al menos en ésta. Mi error fue demasiado cruel como para ser puesto en duda. Estaba ebrio de locura y mis actos así lo demostraron. El cadáver aún destila olor a podredumbre. No lo he sacado de mi vida y su perfume de mortandad me acompaña siempre. Así lo he decidido. Y así será.

sábado, 19 de abril de 2008

Eterno regreso

El sueño se apodera de mi mente con su inmenso sopor. Mis pensamientos dejan de tener vida propia y el subconsciente pasa a la acción. Soy sólo un saco de huesos. Un maltrecho y ajado puñado de músculos desechos en su intento por dar un paso más hacia adelante. Es el eterno regreso a ningún lugar. Pero siempre quieres más, estás ansioso por saciar tu glotonería devoradora de tristezas y pesares, de llantos y desánimos. Son muchos años los que llevas batallando con tu propio yo, el mismo que algún día se desconfiguró para no volver nunca a ser el mismo. ¿Quién eres? ¿Por qué has vuelto para atormentarme? Quiero dejar de sentir porque so supondría dejar de sufrir, pero en mi ambos sentimientos van de la mano. Si pudieran soltarse por un solo instante, experimentar la vida el uno sin el otro...en ese caso sí habría una vida que vivir y un sueño al que renunciar.
Me meto en la cama y aparezco en el salón de una casa semivacía. Un eco espantoso resuena atronador. Eterno vacío colmado de fantasmas que vuelven para atormentarte. Siempre el tormento. No podría ser de otra manera. no es de otra manera. Me doy la vuelta y la veo, pálida y malhumorada. Me cuesta trabajo reconocerla bajo la densa capa de polvo y suciedad que se acumula en su raída ropa. Doy un paso hacia adelante y la piso. la aplasto con precisión, como si de una detestable cucaracha se tratase. Se rehace y busca una nueva ubicación en el vacío. No la encuentro y salgo al jardín. Las rosas marchitadas florecen aliñadas con el elixir del regreso. Alguien las está regando. Me acerco y la veo. Ahora sí es ella, resplandeciente, iluminada por los rayos del intenso sol que recién acaba de aparecer en el horizonte. La beso y me corresponde. Es un beso lleno de ternura. Un beso de reencuentro fugaz. Tanto que en el mismo momento en que separamos nuestras mejillas vuelvo a la soledad de un jardín con flores podridas. La podredumbre aparece de nuevo en cada esquina, en cada maceta, en cada baldosa. Y se aproxima a mis zapatillas. No recuerdo habérmelas puesto para dormir, prefiero hacerlo sin calcetines. Pero hacía frío, un gélido y demoledor aliento me escocía en el cuello, así que tuve que recurrir a ellas. Quiero correr, huir de la suciedad que se acumula peligrosa. Abro la puerta, me destapo, la manta me sobra y tengo una intensa sed. Mis labios están secos, tan secos como las plantas que un día fueron multitud en el patio.
La puerta está cerrada pero trato de zafarme. Golpeo los cristales hasta romperlos y mis muñecas empiezan a sangrar. Como aquel día. También llevaba zapatillas. La angustia me provoca arcadas y logro llegar al baño. Ahí está una vez más. Me abraza y me toma de los brazos. La hemorragia y la angustia han desaparecido, pero sigo descalza. Me siento junto a ella y empezamos a hablar.