lunes, 12 de mayo de 2008

La misma persona

La miro y no se fija en mí. Hace mucho tiempo que dejamos de vernos. Diez años que han pasado deprisa por mi vida, como un tren de alta velocidad. Su rostro destila luminosidad. Su cuerpo es hermoso como nunca en los últimos tiempos. Ha recuperado la sonrisa y la flacidez la ha abandonado. Tantas veces preocupada por siluetear su figura y ahora disfruta de ella, de sus curvas marcadas, de sus caderas rebosantes, de ella misma. Nunca ha dejado de serlo. Me cuenta que en estos años no ha dejado de pensar en mí ni un solo momento. De una u otra forma ha estado pendiente de todos y cada uno de los pasos que he venido dando en mi agitada vida. La pregunto si está orgullosa mientras la tomo de la mano con toda la intensidad que puedo. Tengo miedo de hacerla daño. La recuerdo instalada en una fragilidad permanente que me hace soltarla. Ella vuelve a cogerme la mano con más fuerza y me recuerda que todo eso ya pasó. Sólo fue una pesadilla de la que ahora sí podemos despertarnos. Ha vuelto para quedarse y ha decidido abandonar el mundo de los sueños, en el que tantas veces nos hemos encontrado. Esas noches de agitada vigilia me despertaba deseando que llegara este momento. Un momento en el que, ahora ya sí, puedo respirar sin miedo a romper la fragilidad de mi existencia, de su existencia. Lleva un largo vestido negro de verano. Lo recuerdo, es el que solía ponerse cuando llegaba la época de calor. Este año aún no se ha instalado esa bruma sofocante que nos abatía en el corral. Pero ella ha venido envuelta en él, con una torera que evidencia su falta de costumbre a la hora de seguir la moda. Está preciosa y ella lo sabe. Las huellas de la enfermedad se han borrado de su rostro y no para de comentar sobre mi vida. No me interroga porque lo sabe todo. Debe saberlo. Me gusta que lo sepa. ¿Quién preparó el encuentro? Ella sonríe y deja paso al misterio, que se instala en la conversación acompañado de una fina lluvia. Empezamos a mojarnos. Su cabello se eriza, recordando que un día dejó de sucumbir a los empujes de la peluquería para instalarse en la libertad de la rebeldía, del renacimiento. La imagen de su cabeza atenazada por una incipiente calvicie amenaza con instalarse en mi mente, pero desaparece con su abrazo. El roce de su piel me provoca tal estremecimiento que empiezo a temblar y las lágrimas comienzan a brotar. Me aprieta con más fuerza y dejo de temblar, pero el llanto sigue persistente. No es un llanto desgarrador y desesperado, como aquél al que un día me acostumbré peligrosamente; es un llanto de felicidad, de reencuentro y al mismo tiempo de desahogo. Me seca las lágrimas con la mano y me mira del modo que ella sólo sabía hacerlo, sin reproches pero con la intensidad necesaria para hacerme recapacitar y enseñarme a valorar el momento. Sólo este momento, el que tenemos, el que nos han regalado. ¿Quién? Vuelvo a plantear la absurda cuestión. Pronuncia mi nombre completo. Llevaba diez años sin escucharlo. Sólo ella me llamaba así. Pero ahora no está motivado por un enfado. Ahora sus palabras tienen la intención de devolverme a mi personalidad, de la que me desprendí el día que la perdí. Ahora ella ha vuelto, la he recuperado y con ella ha llegado mi vida, mi verdadera vida. Ésa que un día ella me ayudó a empezar a construir fruto de su profunda devoción por mí. Ahora me toca a mí seguir construyéndola, con su ayuda. Sin su recuerdo, con su presencia. La línea divisoria entre mi vida y la suya ha desaparecido. Ahora sólo somos una.

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