martes, 20 de mayo de 2008

Miss Misery

Cuando la conocí tenía la mirada perdida. Triste, quizás. No era una mirada normal. No sabría definirla a ciencia cierta, pero sus ojos se clavaban en cada objeto, en cada detalle como si nunca antes lo hubieran hecho. Puede que nunca hubiera mirado las cosas como ahora. Como entonces. El presente y el pasado se cruzan en mis recuerdos y entretejen una historia difícil de recordar. No su cara. Cada recoveco de su rostro permanece clavado en mi memoria. Sus pómulos gruesos y marcados al mismo tiempo. Su boca menudita aunque poco llamativa. Su nariz testaruda. Tanto como su genio. Aunque estaba más justificado. Al menos eso decía cada vez que le criticaba por un comportamiento a destiempo o por un grito mal dado. Al final fueron muchos los que llegaron sin tiempo. Sin tiempo para justificarlos, a destiempo para cambiarlos y contra el tiempo que iba deslizándose lento pero certero por su maltrecha salud. El negro era su color. El que la vida le había deparado y el que ella había elegido para colorear su perenne vestimenta. Un mandil algo desteñido era la única prenda que se atrevía a intercalar entre sus vestidos cortados sin orden ni contención. Para qué contenerse cuando hay tanto por lo que clamar al cielo. Su cielo había terminado defraudándola, abandonándola en la más absoluta soledad. La soledad de la locura propia. Sus momentos de lucidez eran más dolorosos que los de consciencia. Yo tenía clara mi elección: prefería que siguiese instalada en el mundo que había ido construyéndose en sus últimos años. Sus manos gruesas y plagadas de arrugas mostraban el desánimo de no querer seguir adelante. La lentitud con la que movía los dedos y la calma con la que acariciaba mi mano me hacía levantar, una vez más, la mirada hasta cruzarme con sus ojos, sus inapelables ojos. Creo que nunca llegaron a reprocharme nada. Aunque puede que tuvieran motivo. Su vida no fue elegida, pero sí vivida. Incluso cuando menos fuerza tenía para rebatirla, para aferrarse al desconsuelo y llorar, llorar, llorar, llorar, llorar…siguió viviendo. Porque tenía por quién hacerlo. Entonces ya la conocía lo suficiente para saber que se había fijado en mí. Que comenzó a mirarme muchos años atrás y lo seguiría haciendo por mucho que el velo de la locura nublara sus ojos. Yo la ayudaría. Pero no contaba con un último contratiempo. A destiempo. Sin tiempo. Miss Misery dejó de jugar a las cartas.

Histeria

No es colectiva. No está justificada. Nunca lo estuvo y nunca lo estará. En ella nada es gratuito y mucho menos colectivo. Su histeria aparece y deja una estela difícil de borrar. Es un recuerdo nítido e intenso que quema al tocarlo tanto como al experimentarla. La rabia la sacude y me sacude. Es imposible controlarla. Ni siquiera vale la pena intentarlo. Fracasarías y no te lo perdonaría. Ella no quiere ningún tipo de ayuda. Prefiere seguir instalada en la cómoda estancia de la irreverencia. Una postura tan infantil como cobarde, pues si hubo un momento en el que cierto tipo de comportamientos irracionales estaban justificados, ahora han dejado de estarlo. Ya no tiene motivo ni razón. ¿O siempre lo encontrará? Basta con que eche un vistazo a su alrededor y, sin esforzarse demasiado, encontrará cualquier sensación, cualquier motivo, una estúpida palabra o el más mínimo titubeo para poder justificar sus accesos de locura. Son la puerta hacia su abismo. El sitio en el que más placer experimenta. Porque sólo en el sufrimiento encuentra algún tipo de consuelo. Todo vuelve una y otra vez a la culpa. La maldita y omnipresente culpa. Se castiga por algo y a estas alturas desconoce por completo el motivo. O eso intenta hacernos creer. La causa siempre ha sido la misma. Siempre. Ha sido. La misma. Nunca. Será. Diferente. La agresividad se vuelve contra ella, tal y como debe ser. Son sus propios mandamientos. Reglas del juego impuestas por una única jugadora. Es un juego de perdedores. De perdedora. Por eso empezó a jugar. Cuando se cerró en banda y su mente empezó a estrecharse tanto como su cuerpo tenía muy claro dónde quería llegar. A los mismos accesos de ira que ahora se repiten con una frecuencia preocupante. Así es como quería que fuese. Y así está siendo. Según lo planificado la siguiente etapa debe ser aún más agresiva. Más cruel. Espantosa, si cabe. Dolorosa hasta que los gritos rompan el límite de lo establecido. ¿Qué es lo establecido? Lo que se supone normal. Pero en esta etapa la normalidad ha dejado de tener sentido. Un sin sentido consentido. Puede que ahora el miedo sea su peor enemigo. Si hubiera sido capaz de llegar hasta el final en el momento previsto, nada de esto sería ahora necesario. No habría dolor ajeno. Todo el daño infligido sería para ella. Un único jugador. Pasado el brote psicótico nada vuelve a ser igual. Es como si a cada nuevo paso en el enorme sin sentido consentido fuera alejándose un poco más del umbral del raciocinio. Cada gota nueva de ira la traslada a un nuevo estadio de amargura que alimenta su ego de sufrimiento. Dos animales hambrientos que en su interior devoran con feroz ansia cualquier resquicio de felicidad. ¿Feliz? Nunca quiso serlo, la verdad. Es una utopía absurda, ¿para qué perseguirla? Una excusa más en su intento por justificar su torpe aproximación hacia el abismo. Torpe en cuanto a lentitud. Su intensidad está medida milímetro a milímetro. Uno más y habrá llegado al precipicio. No te puedes asomar. Si lo haces me caigo.

lunes, 12 de mayo de 2008

Cama vacía

La oscuridad cubre una habitación pequeña, con dos camas y una mesilla que las separa. El amplio ventanal que se extiende al final del cuarto mantiene la suciedad de unas cuantas semanas. Una televisión cuelga de la pared pero no emite señal alguna. En las camas se extienden dos cuerpos, el de una chica joven y el de un niño que no alcanza a cumplir los siete años. El pequeño permanece dormido y se agita entre sueños, tapado hasta los ojos con una manta de rayas y colores. No es la vestimenta oficial del hospital, puesto que la joven, aunque desarropada y despierta, esconde entre sus piernas la descolorida manta marcada con el nombre del centro sanitario. La luz va entrando por las rendijas de la persiana mientras la puerta de la habitación se abre con sigilo. Una enfermera lleva una bandeja que coloca en la mesilla. La joven la mira con desprecio y agarra fuerte el termómetro que la enfermera le ha dado, como si fuera a estrujar el mercurio. Contrae el gesto por la frialdad del aparato y aprieta el brazo tanto que al cabo del rato el color morado empieza a aparecer en su blanquecina piel. La enfermera la reprende y se dirige al pequeño, que sigue dormido y acurrucado entre las sábanas. A él no le da el termómetro, pero lo deja sobre su lado de la mesilla. Se da la vuelta y coge el termómetro de la joven. Sin hacer ningún comentario vuelve a salir y cierra de un portazo. La joven sigue despierta y con los ojos muy abiertos. El pijama se desliza entre su esquelético cuerpo. Ha perdido tantos kilos que es imposible determinar su edad. Dieciséis a lo sumo. Su rostro aún no envejecido, aunque ojeroso, la delata. Sus ojeras son malvas y pronunciadas y apenas se perciben sus mofletes. El color blanquecino de su cuerpo se ha trasladado a su cara, donde sólo destacan unos prominentes pómulos. Sus labios están resecos y ella intenta corregirlo dando un sorbo de agua al vaso que está sobre la mesilla. Vuelve a dejarlo en el mismo sitio, junto a un libro, unas gafas y un flexo. La joven hace un amago de levantarse. Las fuerzas la flaquean y el primer intento resulta fallido. Ladea las sábanas, se coloca las zapatillas y sentada al borde de la cama se pone de pie. El blanco de su cara se torna en amarillo y se tambalea, pero no llega a caerse. Recupera el equilibrio y se dirige a la puerta que hay justo debajo de la televisión apagada. Intenta abrirla, pero no lo consigue, está cerrada con llave. Su gesto se contraría y emite una maldición inaudible. Da unos pasos a su derecha y se coloca frente al ventanal. Eleva su delgado brazo derecho y hace ademán de subir la persiana. No lo consigue y las lágrimas empiezan a brotar de sus grandes ojos azules. Recurre a un pañuelo de papel que guarda en el bolsillo izquierdo de su pijama y se suena la nariz sin hacer demasiado ruido. Desplaza su mirada hacia el niño y comprueba que su sueño sigue imperturbable. Cada vez hay más luz en el cuarto, aunque la persiana sigue bajada. La joven guarda el pañuelo y con un gesto se seca el resto de lágrimas. Se dirige hacia la mesilla y abre el primer cajón. Está de espaladas y coge algo que rápidamente mete en su bolsillo derecho. Coloca primero las sábanas y después la manta descolorida. Se descalza y se desliza con cuidado en la cama deshecha. Se recosta sobre la almohada y saca ambos brazos. En la mano derecha porta un objeto punzante, un cúter para trabajos manuales. Sus ojos se clavan en su muñeca izquierda y, acto seguido, raja las prominentes venas. Mientras la sangre empieza a brotar por los cuatro cortes limpios, la joven se cambia el instrumento de mano y realiza un corte incisivo en su muñeca izquierda. La manta descolorida empieza a llenarse de sangre y la joven cierra los ojos. El reloj de pared colgado junto a la televisión marca las nueve menos cinco. El niño se despereza, abre los ojos y se gira hacia su compañera.

La misma persona

La miro y no se fija en mí. Hace mucho tiempo que dejamos de vernos. Diez años que han pasado deprisa por mi vida, como un tren de alta velocidad. Su rostro destila luminosidad. Su cuerpo es hermoso como nunca en los últimos tiempos. Ha recuperado la sonrisa y la flacidez la ha abandonado. Tantas veces preocupada por siluetear su figura y ahora disfruta de ella, de sus curvas marcadas, de sus caderas rebosantes, de ella misma. Nunca ha dejado de serlo. Me cuenta que en estos años no ha dejado de pensar en mí ni un solo momento. De una u otra forma ha estado pendiente de todos y cada uno de los pasos que he venido dando en mi agitada vida. La pregunto si está orgullosa mientras la tomo de la mano con toda la intensidad que puedo. Tengo miedo de hacerla daño. La recuerdo instalada en una fragilidad permanente que me hace soltarla. Ella vuelve a cogerme la mano con más fuerza y me recuerda que todo eso ya pasó. Sólo fue una pesadilla de la que ahora sí podemos despertarnos. Ha vuelto para quedarse y ha decidido abandonar el mundo de los sueños, en el que tantas veces nos hemos encontrado. Esas noches de agitada vigilia me despertaba deseando que llegara este momento. Un momento en el que, ahora ya sí, puedo respirar sin miedo a romper la fragilidad de mi existencia, de su existencia. Lleva un largo vestido negro de verano. Lo recuerdo, es el que solía ponerse cuando llegaba la época de calor. Este año aún no se ha instalado esa bruma sofocante que nos abatía en el corral. Pero ella ha venido envuelta en él, con una torera que evidencia su falta de costumbre a la hora de seguir la moda. Está preciosa y ella lo sabe. Las huellas de la enfermedad se han borrado de su rostro y no para de comentar sobre mi vida. No me interroga porque lo sabe todo. Debe saberlo. Me gusta que lo sepa. ¿Quién preparó el encuentro? Ella sonríe y deja paso al misterio, que se instala en la conversación acompañado de una fina lluvia. Empezamos a mojarnos. Su cabello se eriza, recordando que un día dejó de sucumbir a los empujes de la peluquería para instalarse en la libertad de la rebeldía, del renacimiento. La imagen de su cabeza atenazada por una incipiente calvicie amenaza con instalarse en mi mente, pero desaparece con su abrazo. El roce de su piel me provoca tal estremecimiento que empiezo a temblar y las lágrimas comienzan a brotar. Me aprieta con más fuerza y dejo de temblar, pero el llanto sigue persistente. No es un llanto desgarrador y desesperado, como aquél al que un día me acostumbré peligrosamente; es un llanto de felicidad, de reencuentro y al mismo tiempo de desahogo. Me seca las lágrimas con la mano y me mira del modo que ella sólo sabía hacerlo, sin reproches pero con la intensidad necesaria para hacerme recapacitar y enseñarme a valorar el momento. Sólo este momento, el que tenemos, el que nos han regalado. ¿Quién? Vuelvo a plantear la absurda cuestión. Pronuncia mi nombre completo. Llevaba diez años sin escucharlo. Sólo ella me llamaba así. Pero ahora no está motivado por un enfado. Ahora sus palabras tienen la intención de devolverme a mi personalidad, de la que me desprendí el día que la perdí. Ahora ella ha vuelto, la he recuperado y con ella ha llegado mi vida, mi verdadera vida. Ésa que un día ella me ayudó a empezar a construir fruto de su profunda devoción por mí. Ahora me toca a mí seguir construyéndola, con su ayuda. Sin su recuerdo, con su presencia. La línea divisoria entre mi vida y la suya ha desaparecido. Ahora sólo somos una.

martes, 6 de mayo de 2008

Polvo eres

Lápices, una camiseta raída, un libro sin pastas, restos de goma de borrar, un kleenex usado, maquillaje sin estrenar, una cámara de fotos de usar y tirar, una vieja cinta de cassette, un juego de dominó sólo blanco, un abrecartas, folios amarillentos, un magnetófono, fotos, fotos, fotos, fotos, fotos, fotos, fotos...Imágenes que se repiten una tras otra. No hay polaroid. No la había. Tampoco protagonistas. Anónimos. Tú, yo, ellos. Ninguno. Seguro que ninguno. Todo rodeado de polvo. El mismo y consistente polvo. No hay que esforzarse por limpiarlo. Mejor tirarlo. La basura: un buen destino. Reconozco a alguien. Me reconoce. Sale de la caja y se sienta junto a mi. Caricias turbadas por lo inesperado del momento. No acierto. Será la basura. La aparto y respondo. La cinta de cassette empieza a sonar y las fichas de dominó salen a buscar a sus negras compañeras. Tomo su mano y el abrecartas me corresponde plegando uno de los amarillentos folios. No hay aspereza en el tacto. Ni si quiera el tiempo transcurrido consigue detenerme. Su lengua llega a mi destino y el kleenex usado vuela hasta mi mano sin miedo a perder el control. La camiseta raída se desnuda y empieza el recital. Acompasados movimientos captados por la cámara que nunca fue polaroid. La goma borra los escarceos de otros. Los nuestros pasan a la posteridad. El libro sin pastas recibe cordial la historia que le cuentan los lápices. Tiene que llevar colores y el maquillaje participa de la fiesta de fuegos artificiales que salpican una nueva instantánea. Todo queda registrado en el magnetófono, hasta el último grito. Y todo cubierto de polvo, con polvo, en el polvo.

Azul

Es intenso, frío y sensible. Se resquebraja con cada movimiento y pierde consistencia a cada paso. Es mejor ir despacio, digerirlo con calma una vez llega y no dejarse llevar por la inconsciencia si la desesperación hace mella en el proceso. Todo lleva su tiempo. También para él. Hay días que se le ve más tranquilo, distraído quizás o acaso indiferente. Pero sigue ahí, intenso, frío y sensible. Puede que su color sea el azul. Parece que sus matices recuerdan al zian. Y sin embargo para mi es neutro. Neutro por su capacidad para aparecer en cualquier circunstancia. O puede que simplemente esté siempre ahí, en guardia y atento a cualquier descuido. No creo que sean descuidos, más bien son decisiones. Me siento cómoda con él. A gusto entre sus idas y venidas, con sus prontos e inesperados gritos. Hay veces que chilla demasiado y me obliga a gritar para aplacar su voz. Elevo la mía por encima de su tono agudo y entonces es cuando la gente empieza a mirar. Me observan extrañados, preguntándose de dónde habré salido, de qué manicomio me habrán dejado escapar. Del de la montaña mágica, grito yo con más histeria si cabe. Y él sigue sensible, frío e intenso. Cuando me ve gritar desesperada suele calmarse y dejarme algo de espacio para respirar. No se da cuenta de que por su culpa, por culpa de sus estruendosos alaridos, la gente me rodea. Una multitud me persigue por las calles hasta que me detengo frente a un escaparate. Veo mi reflejo entre la gente y le veo a él. En el escaparate, riéndose a carcajada limpia, ahora consistente y sin miedo a romperse en pedazos. Ha ido ganándome terreno, ocupando mi lugar y ya no teme que lo digiera. Tampoco podría, me ahogo con cada nueva respiración. La gente empieza a zarandearme hasta que caigo al suelo sin camisa de fuerza. No contento con mofarse de mi esmirriada figura se mezcla entre la masa opresiva y empieza a charlar con una mujer gorda y muy blancucha. Le habla de mis antecedentes como un médico diagnostica a un paciente y le comenta que lleva mucho tiempo a mi lado. Al oír esa insensatez le empujo de una patada contra el cristal. Pero no se resquebraja ni pierde consistencia. Los cristales se vuelven hacia mi como un boomerang y se me clavan cada uno en el sitio adecuado (y acordado). Es el dolor. Intenso, frío y sensible. Azul.

lunes, 5 de mayo de 2008

Una canción

Sonaba en la radio. Justo cuando la puso, en el dial de siempre. ¿Cómo funcionan los recuerdos? Los suyos se activaban automáticamente con dos cosas: un olor y una canción. De ahí podía deducir que los sentidos que tenía más desarrollados eran el olfato y el odio. Pero lo cierto es que nunca había funcionado según lo esperado. Y una vez más se confirmaba. Era tan malo reconociendo un olor como descifrando qué instrumento se escondía detrás de un puñado de letras. Incluso siendo niño Esmeralda había intentado llevarle a clases de solfeo, pero se quedaba alelado mirando por la ventana, buscando el final de la inmensidad del horizonte. El mismo horizonte que ahora se le presentaba cristalino e infinito fruto de los acordes de una canción. "I know that you'll go soon, you'll find out so take me with you always". Llévame contigo, siempre. Una vez más había vuelto a mezclar los olores. Se había dejado mecer acompasado por la naftalina de la tristeza y el agrio pesar de la culpa. Y no sabía a qué olía todo aquello. Creía recordar (siempre los malditos y caprichosos recuerdos) que ya se había comportado así antes, que ya había mezclado esos olores, pero sólo escuchando el suave ritmo de la melodía podía dibujar el lugar y el momento con una precisión cartesiana. Con el olor era más complicado, pues el poder de evocación sólo se presentaba cuando la persona en cuestión estaba cerca. Y en ese caso era bastante difícil. "I didn't know you, you didn't know what to make of me. It was peaceful that night, a kind of friendship all too serious". Demasiado serio. Siempre se ponía demasiado sería recordando aquel momento que, sin duda, fue demasiado serio. ¿Serio para una noche? ¿Serio para dos desconocidos? ¿Serio para una relación? No se puede denominar exactamente relación a algo que no dejó de ser un momento demasiado serio para la vida de dos personas con tanto en común y tan poca vida compartida. Ella olía dulce. Desprendía un olor afrutado que se te pegaba a la piel con sólo rozar sus cabellos. Lo acaba de recordar. El olor, su olor. Y ella no estaba allí. Se marchó aquella noche ¿para siempre?. Desde luego. Pero la tuvo entre sus brazos. El oxidado mecanismo de los recuerdos había echado a andar aquella tarde y ya no había vuelta atrás. La canción parecía haberse detenido y seguía sonando una y otra vez. Su imaginación, animada por los pensamientos antes aletargados, se puso el traje de faena y podía perfectamente ver al locutor pidiendo al técnico que le diera al botón del pause. Un pause algo extraño y especialmente creado para ese momento tan serio como imaginado. Una y otra vez, sólo para él. Hasta había salido del estudio para dejarle disfrutar en la mejor soledad. De pie, junto a la ventana. Mirando al horizonte finito de una lejana noche. También sus pies empezaron a mecerse atolondrados por la excitación del momento. No sabe bailar, pero se deja llevar sin miedo a dar un inoportuno pisotón. "¡Ay! Ten más cuidado. Creí que ya habías aprendido a dar algún que otro paso coordinado". Y el locutor cerró la puerta del estudio. Para siempre.