jueves, 5 de junio de 2008

Una espina sin motivo

En esta vida siempre hay un MOTIVO para casi todo. Todos, siempre, mejor o peor, tenemos un motivo para hacer lo que hacemos, como también lo tenemos para dejar de hacer lo que no hacemos. Detrás de cada paso que damos y detrás de cada paso que desandamos hay un motivo, una razón, un por qué. Lo queramos o no, somos animales racionales y es en esa racionalidad en la que reside lo absurdo del razonamiento: "Lo hice sin pensar". Pero no todos son motivos positivos. La vida no es un camino de rosas y, si lo es, se caracteriza más por las afiladas espinas de esas preciosas flores que por su tacto, su olor o su intenso color. Es en los tramos llenos de espinas en los que nos enfrentamos a los motivos más peligrosos. Esa morbosa peligrosidad nos lleva a escarpados precipicios de los que es difícil escapar. Una fugaz mirada a lo intenso del abismo y miles de motivos se acumulan en tu cabeza, pasando a tomar el mando de la parte de nuestro cerebro que decide. Sigues siendo racional, pero la racionalidad ha dejado de estar presidida por la razón. Su lugar lo han ocupado la desesperación, la melancolía, la frustración, la tristeza, la añoranza, la trivialidad, la relatividad, el dolor, el egoísmo, el abandono, la ira, el odio, el olvido...y todos ellos se convierten, en un mero instante, en enormes motivos para desandar el camino. Y te paras. Dejas de caminar. Es ahí donde te enfrentas, cara a cara y sin vuelta atrás, con la decisión más importante: seguir parada, sin moverse pero al menos presente (en tu infinita ausencia), o dar marcha atrás. Sólo tú eres dueña de tus pasos...y eso es lo peor de todo. Porque eres una dueña que ya no quiere volver a aquello que un día representó su hogar. Ese hogar, por un sólo motivo, ha dejado de tener sentido para ella. El motivo tiene la forma del sentimiento más desgarrador que se pueda llegar a experimentar: la pérdida. Dominada por estos pensamientos, aún en ese frugal instante, tomas la decisión. Ha comenzado la cuenta atrás hacia la media vuelta. Empiezas entonces a caminar en sentido opuesto. Pero las espinas siguen en el camino. No esperabas que nadie las quitara por ti, pero tampoco esperabas volverlas a encontrar. Sólo tenías la ingenua esperanza de que, una vez tomada la decisión de desandar tus pasos (que no es más que una rendición, una vil, cobarde y egoísta rendición), se hubieran convertido en arena. Pero no, siguen ahí, y parecen multiplicarse como si de un siniestro jardín botánico se tratase. Si antes, en el camino hacia adelante, procurabas apartarlas cada vez que salían a tu encuentro, ahora son arrojadas hacia ti con una inusitada fuerza y una puntería demoledora. Tus heridas son cada vez más numerosas y la sangre que de ellas emana no puede verse, porque tu cuerpo, cada vez más sediento, la absorve con la esperanza de encontrar en ella los nutrientes eliminados. Está hambriento y no sabe que esa sangre es como la morfina para el moribundo. Calma, adormece, incluso atonta, pero no consigue sanar. La enfermedad es ya irreversible. Y tú eres consciente de ello. Hay días en los que, en ese camino, decides pararte. Intentar destrozar las espinas y alcanzar algo de calma. Pareces lograrlo. Pero es sólo un espejismo. Eres tú la que coges la espina de la rosa más bella y te la clavas hasta el fondo en lo más profundo de tu pecho. Poco a poco vas notando cómo atraviesa tu interior y llega al corazón. Tu corazón, un corazón maltrecho y deteriorado que en ese momento recibe el golpe más certero. Los latidos, antes débiles pero aún acompasados, van perdiendo ritmo hasta que cesan en su empeño por encontrar un MOTIVO para seguir haciéndolo. La rosa, de repente marchita, cae al suelo con violencia. Pero la espina sigue clavada. Para siempre.