lunes, 12 de mayo de 2008
Cama vacía
La oscuridad cubre una habitación pequeña, con dos camas y una mesilla que las separa. El amplio ventanal que se extiende al final del cuarto mantiene la suciedad de unas cuantas semanas. Una televisión cuelga de la pared pero no emite señal alguna. En las camas se extienden dos cuerpos, el de una chica joven y el de un niño que no alcanza a cumplir los siete años. El pequeño permanece dormido y se agita entre sueños, tapado hasta los ojos con una manta de rayas y colores. No es la vestimenta oficial del hospital, puesto que la joven, aunque desarropada y despierta, esconde entre sus piernas la descolorida manta marcada con el nombre del centro sanitario. La luz va entrando por las rendijas de la persiana mientras la puerta de la habitación se abre con sigilo. Una enfermera lleva una bandeja que coloca en la mesilla. La joven la mira con desprecio y agarra fuerte el termómetro que la enfermera le ha dado, como si fuera a estrujar el mercurio. Contrae el gesto por la frialdad del aparato y aprieta el brazo tanto que al cabo del rato el color morado empieza a aparecer en su blanquecina piel. La enfermera la reprende y se dirige al pequeño, que sigue dormido y acurrucado entre las sábanas. A él no le da el termómetro, pero lo deja sobre su lado de la mesilla. Se da la vuelta y coge el termómetro de la joven. Sin hacer ningún comentario vuelve a salir y cierra de un portazo. La joven sigue despierta y con los ojos muy abiertos. El pijama se desliza entre su esquelético cuerpo. Ha perdido tantos kilos que es imposible determinar su edad. Dieciséis a lo sumo. Su rostro aún no envejecido, aunque ojeroso, la delata. Sus ojeras son malvas y pronunciadas y apenas se perciben sus mofletes. El color blanquecino de su cuerpo se ha trasladado a su cara, donde sólo destacan unos prominentes pómulos. Sus labios están resecos y ella intenta corregirlo dando un sorbo de agua al vaso que está sobre la mesilla. Vuelve a dejarlo en el mismo sitio, junto a un libro, unas gafas y un flexo. La joven hace un amago de levantarse. Las fuerzas la flaquean y el primer intento resulta fallido. Ladea las sábanas, se coloca las zapatillas y sentada al borde de la cama se pone de pie. El blanco de su cara se torna en amarillo y se tambalea, pero no llega a caerse. Recupera el equilibrio y se dirige a la puerta que hay justo debajo de la televisión apagada. Intenta abrirla, pero no lo consigue, está cerrada con llave. Su gesto se contraría y emite una maldición inaudible. Da unos pasos a su derecha y se coloca frente al ventanal. Eleva su delgado brazo derecho y hace ademán de subir la persiana. No lo consigue y las lágrimas empiezan a brotar de sus grandes ojos azules. Recurre a un pañuelo de papel que guarda en el bolsillo izquierdo de su pijama y se suena la nariz sin hacer demasiado ruido. Desplaza su mirada hacia el niño y comprueba que su sueño sigue imperturbable. Cada vez hay más luz en el cuarto, aunque la persiana sigue bajada. La joven guarda el pañuelo y con un gesto se seca el resto de lágrimas. Se dirige hacia la mesilla y abre el primer cajón. Está de espaladas y coge algo que rápidamente mete en su bolsillo derecho. Coloca primero las sábanas y después la manta descolorida. Se descalza y se desliza con cuidado en la cama deshecha. Se recosta sobre la almohada y saca ambos brazos. En la mano derecha porta un objeto punzante, un cúter para trabajos manuales. Sus ojos se clavan en su muñeca izquierda y, acto seguido, raja las prominentes venas. Mientras la sangre empieza a brotar por los cuatro cortes limpios, la joven se cambia el instrumento de mano y realiza un corte incisivo en su muñeca izquierda. La manta descolorida empieza a llenarse de sangre y la joven cierra los ojos. El reloj de pared colgado junto a la televisión marca las nueve menos cinco. El niño se despereza, abre los ojos y se gira hacia su compañera.
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